DOS HERMOSAS LEYENDAS DEL AGUA DE LA REGION LORETO
A continuación publicamos dos hermosas leyendas que enviaron los escolares de la Región Loreto, las mismas que fueron seleccionadas entre las cincuenta mejores leyendas que logramos su publicación, gracias al Ministerio de Vivienda y al Programa de Agua y Saneamiento del BM. durante este año. Ojala que las autoridades del Gobierno Regional de Loreto, la Dirección de Educación y la EPS de Loreto propicien la presentación del libro en esta región y se pueda premiar a estos escolares destacados, gracias a ellos estas leyendas de la región están siendo conocidas y difundidas en todo el mundo. Asi mismo es una oportunidad para motivar a los escolares a usar el agua sosteniblemente, en forma solidaria y cuidando de no contaminar sus fuentes.
Esperamos que estas leyendas sirvan de material de trabajo para propiciar en los estudiantes la lectura y análisis de las mismas.
Fanny Fernandez Melo
Organizadora de Mitos y Leyendas del Agua en el Perú
educa.ambiental@gmail.com
LA GENEROSA MOTELA
En la segunda quincena de agosto del 2000 el verano ardía en toda la Región, tal como viene sucediendo desde hace algunos años. Y se mostraba, cada vez, más ardiente y fiero. Los días transcurrían tórridos y sofocantes, secando la vida. Las noches, además de su calentura y de su espesa y misteriosa negrura, eran oscurecidas, aún más, por nubarrones de fastidiosos y sanguinarios zancudos.
El Atuncaño, antes torrentoso y bravío, padecía de sequedad y se había convertido en un innavegable e imbebible cañito. La cocha brava de Izana, despensa acuífera y de peces que alimentaba a la gente de El Boyador, sufría progresivo calentamiento, los peces empezaban a morir, olía mal; en los árboles y ramajes de la orilla de la cocha se
peleaban los gallinazos disputándose los putrefactos peces; otras aves migraban en un adiós, al parecer, sin retorno, del quemante verano. La superficie gris y brillosa de las playas crecía y crecía, cual boa mama, alejando al caserío del soberano Amazonas. En las madrugadas las panguanas emitían suplicantes y tristes ayes. Las coloridas pinshas, desde las copas de corpulentos árboles de lupunas y capinurís, con el picazo encorvado y abierto hacia los cielos, imploraban agua. Las chicharras, muy puntuales, a las seis del amanecer y de la tarde, chirreaban desesperadas. Los sembríos de las chacras amarillaban por falta de agua y ponían en peligro las esperadas cosechas.
Las Fiestas Patrias, que en el caserío se celebraban con bonitas programaciones, no tuvieron la alegría de años anteriores, porque no había agua buena para hacer ni el sabroso masato ni la espumeante chicha. La escuela, conforme pasaban los días, tenía menos alumnos porque iban a los bosques a buscar el agua de las sogas buenas; la
profesora Selvita no podía desarrollar sus clases por el calor y la inasistencia de alumnos.
La gente lo pasaba asustada y muy preocupada, secreteando entre vecinos que el fin del mundo estaba por llegar. Maldecían la sequía. La sed de agua para los vivientes de El Boyador ya era insufrible y día a día se fue convirtiendo en sed de vida. Sentían estarse quemando vivos en el infierno, como cierta vez había sucedido. Los trucos que
sabían y hacían para provocar lluvia no les daba ningún resultado.
Abuelito Ventura y su viejita Mishi, los más ancianos y curiosos del pueblo, mañana a mañana, sentados en las barandas de su casa y mirando al azul cielo, hacían terribles augurios. Todas estas cosas suceden -decían- por esa gente wiracucha mala, ambiciosa, platasapas y pishiñeros, que vienen de otra parte a llevarse a la ciudad miles y miles de trozas de madera (colorada y blanca) y botes cargados de millones de pececitos de adorno y pescado bueno, depredando y saqueando nuestros bosques y cochas, acabando nuestras hermosas maderas y ricos peces; en fin, destruyendo la naturaleza.
Ante tanta desesperación de la gente, don Venturita, que era un viejito bien querido en el pueblo, se levantó de madrugada y se puso a limpiar una poza llena de barro, basuras, shungos, ramas y toda clase de desperdicios, que tenía en su huerta, en busca de una misteriosa motela que su abuelo le había traído del Buncuya cuando era
cauchero, a fines del siglo XIX. Nunca le quisieron comer porque decían que tenía madre, que era embrujada y -según le contó su padre- tenía poderes mágicos. Por buena suerte la encontró a la legendaria motela.
Cuando era muchacho y vivía en el Yavarí, frontera con el Brasil, don Venturita aprendió muchas curiosidades de los brashicos: oraciones, cánticos y ritos que no se le entendía, porque los realizaba en portugués. Con eso conseguía muchas cosas. Por ejemplo, a su Mishi, cuando era bien muchachita le hizo su mujer con un solo
rezo. Apenas le vio a la motela dijo -para sí- que ella iba a ser la salvación de la gente. Porque así había sucedido en 1,945, después de esa maldita segunda guerra mundial, cuando se presentó un verano infernal, en que algunos vivientes, principalmente niños, murieron. Su padre, un curandero afamado, conocedor de muchos secretos para
defenderse en la vida, poniendo en práctica lo que aprendió, también, de su padre se ponía a bañar a su motela, durante 7 mañanas seguidas, a las 6 en punto, guiado por el chirrear de la puntual chicharra, que era su mejor reloj. Como para no creer: ese día comenzaban a caer fuertes lluvias que, luego de unas horas, los ríos y cochas crecían y
crecían, desbordándose de agua, acabando con el verano y la sequía.
Desde esa vez a su padre le llamaban el milagroso. Es que el motelo tiene ese secreto, porque vive en la tierra y el agua, tiene larga vida, es muy resistente -como ninguno otro- y no muere fácilmente; además, tiene mágicos poderes.
Recordando lo que hizo su padre, empezó su trabajo. Pero su motela tenía características especiales. Era viejísima. Nadie sabía cuándo había nacido. De tan vieja ni muelas tenía, sus verrugosas patas estaban sin uñas, su caparazón oscuro-verdoso tenía incompleto en los bordes de sus patas delanteras y traseras y se pelaba cada cierto tiempo. Pero el secreto principal estaba en que era hembra ( porque al igual que la mujer, son buenas, compasivas y generosas), su caparazón tenía 14 cocos (el número de la suerte); el nos decía, que si tienen otro número de cocos en su durísimo casco los rezos y baños no surtían ningún efecto. Por eso tenía que bañarla durante 7 días seguidos. Así lo hizo: al cuarto día de consecutivos ritos y baños con agua preparada, empezó a bajar la temperatura, a correr fuerte viento en el pueblo y en el bosque y apaciguarse el calor. La gente se pasaba la voz de que el clima está cambiando porque el curioso de don Venturita le estaba bañando a su motela, rezando sabe Dios qué cosas.
Cuando se cumplieron los siete días, increíblemente, empezó a llover, a caer el agua torrencialmente, esa agua fresca y vital que toda la gente necesitaba.
Con este milagro que su motela hizo don Venturita aumentó su fama y admiración. Los vivientes más antiguos comentaban, también, que eso ya había ocurrido, otras veces, en otros lugares de la Selva. Y que la mayoría de pueblos indígenas, desde hace siglos, hacen llover bañando a sus motelos, cuando el verano y la sequía ponen en peligro la vida de la gente y de los demás seres vivos, como son los animales y las plantas. Por eso los madereros y montaraces cuando se internan en los bosques buscan empeñosamente a estos milagrosos y escasos animales, que hacen caer la lluvia cuando se les baña.
Desde entonces, los niños querían mucho a la motela. Le llevaban uvos para darle de comer, porque les decían que es su alimento preferido. Se convirtió en el animal más importante del lugar y le conocían como la generosa motela. Hasta que un día desapareció y no se dejó ver más. Don Venturita dijo que se enterró, nuevamente, en la poza, a esperar una nueva oportunidad para ofrecer a los hombres su generosa ayuda.
Fuente oral: Familia Silvano Flores y Martina Romero Silvano; Caserío de Santa Rosa del Atuncaño, Río Napo, Maynas, Loreto
Escolar: Berly Anaís Tapullima Pinedo; 12 años; San Juan Bautista, Maynas, Loreto
Asesor: Jéssica del Rocío Pinedo Pinedo
LOS OJOS MILAGROSOS DE LA VIDA
En el pueblo joven, San Pablo de la Luz, con más de 5,000 habitantes, hay unas pequeñas vertientes naturales de agua cristalina, pura y fresca, que los vivientes más veteranos las llaman “los ojos milagrosos de la vida”. La gente, diariamente, madruga con sus cántaros, baldes, ollas y otros envases, formando inmensas colas, para recoger del chorro más grande el agua que mana, cada vez más escasa, de las entrañas de la tierra y que no permite atender nuestras necesidades de alimentación y aseo para sobrevivir. Así lo están haciendo desde hace muchos años, porque no hay eso lo que le llaman agua potable. Una carencia vital que la mayoría de habitantes de los asentamientos humanos y barrios de mi ciudad, Iquitos, sufre.
Yo, también, cuando vivía en él, junto con mi madrecita y mi ñañita, la huinshita, madrugábamos a hacer cola, interrumpiendo la mejor hora que teníamos para dormir y estudiar. A esa hora, aproximadamente, las 3 de la mañana, se reúne gente de todas las edades y sexo; algunos se pasan gran parte del día tratando de llenar su baldecito. En la cola se oyen griteríos, insultos y arman broncas y, muchas veces, nos quedamos sin recoger nada, ni siquiera para tomar y asearnos. Suciachos, mal alimentados y con sed de agua y vida teníamos que ir, de lunes a viernes, a la escuela.
Pero de ese ojo milagroso se ve que el agua, hoy, chorrea menos, parece que se está secando.
Los viejos del pueblo también se van a recoger agua. Reniegan y maldicen su suerte, porque dicen que van a morir sin haber probado, hasta ahora, agua potable, de grifo. Uno de ellos, don Pashquito Tanchiva (el viejito joven, como le llaman), una de esas frías madrugadas nos contó lo siguiente:
“Miren varoncitos, nosotros vivimos en la tierra del agua, ningún lugar del mundo tiene tanta agua como nosotros. En realidad vivimos sobre el agua, cubierta por una capa de tierra llena de bosques, la selva. Es que esa vez que ha caído el diluvio, como está escrito en la Biblia, durante cuarenta días y cuarenta noches, toda esa agua se ha empozado en la Amazonía; algunos dicen que aquí ha caído ese diluvio. Por eso tenemos grandes y numerosos ríos y cuencas, centenares de riachuelos, cochas, quebradas, tahuampas, pantanos, aguajales, manantiales, vertientes naturales, etc., donde viven también miles de boas; porque -sepan bien ustedes- la boa es el verdadero animal que cuida, vive y nos da agua, a mí no van a engañar….
Les quiero decir que el agua que vierte de la tierra no es así nomás. Esos chorros y chorritos de agua que encontramos brillosos en la superficie de la tierra o cuando cavamos a cierta profundidad en las laderas e inmediaciones de las lomas, es el agua que botan las boas, según su tamaño, desde dentro de la tierra, al respirar por sus escamas y que se hace más fresquita y cristalina cuando recorre terrenos arcillosos y arenosos que lo van purificando. Esas vertientes hay en toda nuestra selva amazónica y de ellas se alimenta la población que no tiene agua potable, haciendo sus pozos; porque hoy, gran parte del agua de los ríos es una cochinada. Aishtá, también, la yacu huasca, esa soga prodigiosa, que crece del cuerpo de las boas, quiero decir, de los hijitos de la yacu mama, con la que sacian su sed los montaraces y nativos tomando su rica agua. Entonces, el agua que tomamos los pobres, gracias a esas sogas y ojos milagrosos, es la que, generosamente, nos envían las boas cuando respiran.
Lo lamentable es que, cada día que pasa, hay menos ojitos milagrosos y yacu huasca, debido a que la gente de la ciudad los está tapando y matando, haciendo pistas, regando cemento por todo lado, como ignorantes y locos, contaminando el ambiente, calentando la temperatura y secando la tierra, destruyendo los bosques, depredando y degradando la naturaleza y la vida. Las pobres boas al ser aplastadas y no poder respirar mueren asfixiadas; lo que es peor, cuando los encuentran los matan, sin saber cuánto bien nos hacen.
Les digo algo más: en Requena, antes, los antiguos vivientes, se alimentaban del agua pura y dulce de los pozos de Chazuta, California y Dios Mío. Hoy, no hay nada. Igual, sucedió acá en Iquitos: del agua de Sachachorro, de Huasca Barbasco, de Paíno, de San Juan, ¿qué queda?. En Nauta, al Sapi Sapi lo han envenenado y, hoy, es una vertiente muerta, convertida en un contaminado lago artificial. De todas esas bellas fuentes naturales unos cuantos vivazos e interesados platasapas se apoderaron. Y así, en todos los demás pueblos de esta linda tierra, los minerales hombres de la ciudad continúan su alocada carrera destructiva, engañándonos como a cholitos que nos van a poner agua potable y que va a haber agua para todos. Son unos mentirosos. Miren cómo estamos, hecho unos infelices esperando, horas tras horas, para que esas pobres y moribundas boas respiren fuerte y nos hagan llegar el agüita que necesitamos para vivir. Me indigna todo esto, mejor me voy a lamentar en mi cocina”.
Y se fue, con su balde vacío, cansado -como nosotros- de tanto esperar.
Fuente oral: Eulogio Lozano Soria; Iquitos, Loreto
Escolar: Alejandro Samuel Alván Ailvano; 16 años; Maynas, Loreto
Asesor: Cenit Esther Ríos Babilonia
PRIMER CONCURSO ESCOLAR NACIONAL
Hace 13 años